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Hace algún tiempo..., en circunstancias que no viene al caso mencionar ahora, me encontraba viajando en un tren con destino a Perú.
En el asiento contiguo, viajaba un hombre, cuya edad me resultaba imposible calcular. Con paso de las horas, la mutua, pero discreta observación, fue dando lugar al intercambio de comentarios intrascendentes, hasta que mi compañero, extrajo de un bolso tan viejo como él, una bolsita de papel con algún tipo de alimento y gentilmente me convidó...
En estas latitudes y circunstancias no se pregunta nada..., se acepta o se rechaza..., y mi estilo es aceptar. El charque de mono no es exactamente un manjar, pero para nada es desagradable..., es salado y bastante duro, algo así como el sustituto subdesarrollado de las papas fritas.
Casi al llegar a nuestro destino, ya sabíamos algo el uno del otro..., en realidad no mucho, lo importante, era que nos caíamos bien y cruzamos nuestras direcciones en un mundo donde el e-mail todavía no se había inventado.
Con el tiempo, más de dos años, recibí una carta de amigo, donde me invitaba a encontrarnos durante el mes de octubre del año siguiente, en un lugar del Brasil donde convergen dos afluentes secundarios del Amazonas.
El motivo de la invitación, era hacerme partícipe de un negocio de compraventa de piedras semipreciosas, que era el medio de vida de mi, ya para entonces, viejo conocido.
En el momento de recibir y leer su carta yo ya sabía cual era mi respuesta, pero de ninguna manera, podía escribir a mi amigo diciéndole que no iría.
Hay cosas que no se pueden escribir, ni mandar decir, porque el negocio francamente no me interesaba, pero la idea del viaje y el reencuentro sí me entusiasmaban.
Llegué mucho antes, no recuerdo si una semana o más, el tiempo suficiente para imaginar, que tal vez, mi amigo nunca llegaría y mi viaje no tendría otro motivo, que el que el destino quisiera, caprichosamente, asignarle.
En esas estaba yo, cuando apareció mi amigo, en el mismo lugar donde me había indicado por carta que lo haría, un muelle sobre el rió, cerca del mercado, en el mes de octubre.
Estuvimos juntos tres días, tomamos muchísima cerveza y yo le contagié, según él mismo siempre me reprochó, el hábito del mate.
Me contó muchas cosas de su vida, en Europa y en América, y siempre supe que el motivo de su invitación nunca había sido el negocio de las piedras, sino que alguien siguiera llevando sus recuerdos el día que él muriera...
Así pudo elegir él, que pedazos de su vida, arrebatarle a la muerte y al olvido, así pude yo, arrebatarle al pasado, un pedazo de tiempo no vivido..., y aprender que la palabra es el arma con que los hombres podemos derrotar al tiempo, que no es otra cosa, que el nombre que le damos, al cínico preludio de la muerte.
Alberto Juárez
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